17 septiembre 2009

Mafia de los medicamentos: conmueve el caso del contador al que durante 15 años le trataron la caída del cabello con supositorio

Antes y después del tratamiento. Llame ya.
El formidable negocio que se había montado en la Argentina con la venta de medicamentos truchos, poco a poco va desnudando sus detalles ante la opinión pública, cada vez poniendo más a prueba la capacidad de asombro de los ciudadanos. La historia del contador Timoteo Godalva no es la excepción: ahora descubrió que fue un completo fraude el tratamiento con supositorios que durante 15 años pagó para combatir la calvicie.
"Sho no puedo creer lo que hicieron conmigo, cuando lo pienso mucho me dan ganas hasta de shorar", dice el profesional al recibir en su domicilio a Tono Perez, tras varios intentos fallidos por convencerlo de que cuente su caso. "Al final accedí porque un poco como que por ahí mi testimonio le sirve a alguien", dice, mientras sobre una mesa ratona deposita dos tazas y una cafetera de porcelana.
Para Timoteo, todo comenzó cuando en 1994 le tocó ser compañero de asiento con Juan José Zanola en un vuelo entre Buenos Aires y Córdoba. Surgió entonces una charla de ocasión, en la que Godalva bromeó sobre sí mismo, riéndose de la intensa caída de cabellos que sufría desde un año antes y que le había dejado desierta la parte superior de la cabeza. Zanola le dio una tarjeta del Chuk Norris Hair Institute, ubicado en el barrio de Palermo. "Hacen milagros, son excelentes profesionales que trabajan con nosotros", le dijo el gremialista bancario.
Ilusionado con la idea de recuperar su cabellera adolescente, Godalva aprovechó un viaje de trabajo a la Capital Federal para dirigirse al centro de terapias capilares. "Me atendieron muy bien, pero se me fueron en dos días más de 5.000 pesos en tomografías computadas, radiografías, resonancias y hasta una ecografía tan trucha que el tipo que me la hizo me mostró un monitor sheno de manchas y me preguntó si veía que el bebé me saludaba. Hijos de puta, ¿cómo no me avivé?", recuerda Timoteo, en crítica retrospectiva.

Tras otro par de días de espera, un médico lo recibió con los resultados de todos los estudios. "Me miró muy serio, como si me estuviera por decir que me quedaban 20 minutos de vida, y al final me dijo: 'Acá nos sale que usted se está quedando pelado'. Por supuesto que sho no entendía un pomo, porque para eso bastaba con mirarme, no hacía falta shenarme de prácticas y análisis", cita Godalva.
El supuesto especialista abrió entonces un cajón de su escritorio y extrajo un blister en el que se veían 10 supositorios. "Me dijo que me tenía que poner uno por día. Yo le dije que no entendía por qué tenían que ser supositorios, y él me contestó: 'Lo que pasa es que los pelitos no se le cayeron, se metieron para adentro de la cabeza. Si con el supositorio los empujamos desde abajo, van a salir de nuevo'. Yo le pregunté si eso significaba que me tenía que hundir el supositorio lo más posible, y me dijo que sí".
Godalva recibió tres tabletas para el primer mes y pagó por ellas 8.500 pesos con la tarjeta de crédito. "El problema fue que él me dijo que tenía que meterme los cosos entre las 9 y las 11 de la mañana, y yo en ese horario laburaba en un estudio contable. Así que me tenía que ir al baño y ensartarme los pendorchos. Después ya agarré práctica, y me los colocaba mientras atendía gente", recuerda. Con un rictus de desagrado, acota: "Por supuesto que no faltaba el insolidario al que le molestaba que uno se hiciera la aplicación mientras le liquidaba el monotributo".
A seis meses de iniciado el tratamiento, ni un solo cabello brotó del cuero cabelludo blanquecino. "Para colmo, no sé con qué los hacían, pero generaban una suerte de adicción. Por ejemplo, el doctor me había dicho que los domingos no me tenía que poner nada. Y la verdad es que el sábado a la noche sho sha me empezaba a deprimir, ¡quería que fuera lunes de una vez!", dice Timoteo.
En paralelo, su familia empezó a meterle presión. "Mi padre me cuestionó que hubiera dejado taekwondo para hacer un curso de ikebana, y mi mujer me decía que sho estaba cambiado, que casi no teníamos intimidad. Obvio, si sho estaba súper estresado por ver si podía tener pelo de nuevo y por pagar la medicación. Pensé que el problema podía ser que sho no colocaba los supositorios todo lo profundamente que debían ir, así que comencé a pedirles a algunos compañeros de trabajo que por favor los empujaran. Y bueno, sha que estábamos salíamos a tomar algo o qué se sho".
En 2001, el dueño del estudio contable, al encontrar a otros dos contadores empujando la medicación de Timoteo, despidió a los tres. "Sin trabajo fijo sha no me podía comprar más los supositorios. Menos mal que mis amigos seguían empujando, porque si no, quién sabe cuántos cabeshos más se me hubieran caído", valora Godalva.
A mediados de 2003 volvió a conseguir empleo, y retomó la adquisición de los blisters en el instituto porteño. Cuando la semana pasada vio que uno de los allanamientos ordenados por el juez Oyarbide -encargado de investigar la mafia de los medicamentos- fue en el Chuk Norris Hair Institute, Godalva se sintió desvanecer.
"Estoy indignadísimo", dice, y la tacita de café vibra sonoramente sobre el platillo que sostiene su mano. Ahora vive solo, en un colorido departamento céntrico. El lugar es agradable, pero él no tiene paz: "No pueden ser tan desalmados. Obvio que ahora caigo que me re-estafaron. Me es-ta-fa-ron, así, con todas las letras. No tengo ninguna duda de que los supositorios auténticos tenían que ser de un diametro y de una longitud mucho mayores. Qué hijos de puta, por Dios", dice Timoteo, y da tres sorbitos cortos, con los labios temblando de rabia.


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